Arte

Una mujer quiere ser libre: Azul, de Krzysztof Kieslowski

Por Juan Carlos González A.

"El Dios del Antiguo Testamento deja un amplio margen de libertad e impone una gran responsabilidad. Observa como usas esta libertad y luego, sin contemplaciones, te recompensa o castiga, y ya no hay ninguna apelación, no hay perdón. Es algo permanente, absoluto. Este debe ser el punto de referencia para quienes, como yo, somos débiles, para los que buscamos, los que no sabemos".
– Krzysztof Kieslowski

Heredero de una tradición de cine humanista europeo que lo relaciona con la figura del maestro Ingmar Bergman, Krzysztof Kieslowski redondeó una obra cinematográfica en la que el influjo religioso, más específicamente cristiano, es palpable y a la vez enriquecedor en la medida en que ha recuperado para el celuloide un misticismo que supera lo meramente temático para ofrecernos un torrente visual indescriptible: la forma en que Kieslowski nos muestra las cosas no es de manera alguna ascética o pobre en recursos; aquí el esplendor de las imágenes habla por si solo. De ahí que tuviéramos que buscar durante largo rato la palabra que describiera con justicia a una película como Azul (Trois couleurs: Bleu, 1993), la primera de la trilogía de los tres colores, y creemos haberla encontrado: la palabra es asombro. Asombro visual, estético, narrativo, espiritual. Kieslowski ha creado una obra que escapa a cualquier resumen, a cualquier intento de atrapar con palabras un filme que es sentimiento, alma, emoción, luz. No creemos exagerar, la crítica y el público en todo el mundo acogió con alborozo la aparición de esta película embrujante, hipnótica y sobrecogedora, triunfadora sin atenuantes en el Festival de cine de Venecia.

Viéndola recordamos el tono onírico de La doble vida de Verónica (La double vie de Veronique, 1991) y su sugestiva puesta en escena, trabajos que contaron ambos con la cámara de Slawomir Idziak, un brujo de la composición fotográfica provisto de una sensibilidad y una osadía estética personalísimas, capaz de llenar de poesía auténtica a imágenes henchidas de luz y color. Planos insertos de reflejos en una córnea o en la convexidad de una cuchara; la sombra cambiante sobre una taza a medida que las horas pasan, el café llenando los poros de un terrón de azúcar, el sol y el viento tocando apenas un rostro adormilado, dedos rozando una partitura. Una sinfonía para los ojos, gracias a la feliz paleta de colores y sombras de un virtuoso de la lente.

Azul (1993), de Krzysztof Kieslowski.

Y si Verónica era Irene Jacob y no otra, Azul es Juliette Binoche y nadie más, Kieslowski ha elegido a una intérprete ideal: callada, impasible, hermosa. Capaz de reflejar un sin fin de sentimientos en una mirada profunda, en un gesto, en una palabra no pronunciada. Tormentas interiores se anticipan en su manera de moverse, en sus labios, en esa mirada oscura. A esta mujer, que ya en ese momento de su carrera había estado a las órdenes de Godard, Doillon, Carax, Téchiné o Louis Malle, solo le faltaba ser dirigida por Kieslowski para mostrarnos su temple. Y a fe que lo consigue. La cámara la persigue hipnotizada en unos primeros planos largos en los que su rostro llena toda la pantalla, a veces con la presencia de unas lágrimas que –furtivas- dejan un rastro salino en sus mejillas. Si Azul es sentimiento y dolor es gracias a Juliette Binoche, no imaginamos a ninguna otra actriz aquí, nadie parece llevar el alma colgada de los ojos como ella.

Juliette es Julie, una mujer que sufre en los primeros minutos del filme el derrumbe de su mundo: en un accidente automovilístico cerca de Gadancourt fallecen su esposo y su pequeña hija. Sólo ella sobrevive a un mundo que parece no importarle, que carece ya de sentido. Si se supone que cada una de las partes de esta trilogía representa uno de los ideales históricos de la revolución francesa, Azul es la libertad. Pero en la óptica de Kieslowski, la libertad no se expresa en términos de índole social, política o histórica. Aquí la libertad se asocia al vacío personal, a la pérdida de las ataduras emocionales: "la amistad, el amor… todas son trampas" –le dice Julie a su madre.

Azul (1993), de Krzysztof Kieslowski.

El director pretende hacernos ver que tan poco libres somos, que tan atados estamos a los compromisos, a los otros, a nuestras sensaciones, a las cosas. De esta manera, recrea una situación extrema: recuperada de sus heridas "físicas", la protagonista decide echar por la borda toda su existencia. Ordena vender sus propiedades y consigue un pequeño apartamento en la Rue Max Dormoy, para vivir de manera anónima, ajena a todo, sin lazos, pero vacua. No vive –corrijamos-, sobrevive apenas. Su única catarsis es zambullirse en una piscina solitaria y azul donde su llanto alcanza a pasar inadvertido. Ni la vida que surge en el apartamento –una camada de ratas- logra conmoverla: no puede tolerar que eso ocurra a su alrededor, en su entorno desértico. Incapaz tampoco de matar, como no lo fue de suicidarse, recurre a un recurso práctico: un gato.

Pero en la historia que escribieron Kieslowski y su habitual colaborador Krzysztof Piesiewicz, ese estado de catatonia vital no podía ser tolerado. La vida tenía que imponerse, tenía que demostrar que era más grande que las circunstancias adversas que intentaban sofocarla. Y lo logra, gracias al factor más importante y que hace a Azul una película imprescindible: la música.

Azul (1993), de Krzysztof Kieslowski.

Para hablar de la música de este filme es menester mencionar a Zbigniew Preisner, el compositor polaco que desde 1983 trabajó junto a Kieslowski escribiendo la banda sonora de sus películas, así como lo ha hecho con realizadores como Agnieszka Holland, Louis Malle y Hector Babenco. Si sus inicios componiendo y cantando en un cabaret hoy parecen dudosos, su labor en el celuloide ha llegado a extremos de perfección. El reto para Azul era invadir de música todos los ámbitos, lograr que fuera también protagonista y, lo más fascinante: hacer que pudiéramos verla antes que oírla. La experiencia es –ya lo decíamos al principio- asombro puro.

Patrice (Hugues Quester), el malogrado esposo de Julie, era un importante compositor cuyo concierto para la celebración de la Unión Europea queda inconcluso a su muerte. Su música parece, sin embargo, tener vida propia: rodea a su viuda en el hospital, la oye en las piscina y, en un precioso recurso técnico y narrativo, cada vez que Julie debe tomar una decisión importante o responder algo concluyente, la música va creciendo en el ambiente, hay un fundido a negro donde sólo persiste la melodía y regresamos a la misma escena de donde salimos como si el tiempo no pasara, como si el lapso hubiera sido solo mental y que esa música hubiera sonado solo en la cabeza de ella. El concierto inacabado no representa nada para una mujer a la que la vida dejó ya de interesarle y decide entonces destruir las partituras entre los lamentos desgarrados de la música misma, que brota cuando sus dedos recorren las notas escritas. Otro músico, Olivier (Benoit Regent), se empeña en recuperar el concierto perdido y en recuperar a Julie para el mundo. Ambas cosas son una, pues alcanzamos a descubrir que Julie era mucho más que la musa de su afamado esposo. Pero la empresa es difícil, la gente no la toca, no la influye, no le importa. Para ella el ser más libre es el que menos posee, el que menos contacto y apego tiene con las cosas: de ahí su admiración por un flautista callejero, que sin embargo –muy a su pesar- le hace ver que a algo, por mínimo que sea, hay que aferrarse.

Azul (1993), de Krzysztof Kieslowski.

El nihilismo al que se acoge Julie no le trae tampoco paz alguna, se ve incomoda, incapaz su alma de no volver a sentir, de no interesarse por sus semejantes, de no amar. Pero es gracias a la música que descubre que su existir puede volver a tener objeto, al serle revelado que Patrice dejó un legado de vida en el vientre de otro ser al que también amó. En ese momento se da cuenta de cuan absurda era su posición, que era difícil negar que seguía viva y sensible, para así renacer de nuevo al lado de un hombre que no le ha ocultado sus afectos. Que el amor vaya contagiándola, sin prisa, sin pausa… La solución que el director nos ofrece para el drama de Julie se resume en el bello salmo que acompaña los últimos minutos de la cinta: es el amor la única salida. Así, para el vacío libérrimo contrapone una existencia llena de amor. Con compromisos, sí, pero también con la tibieza de una mano amiga, con los ojos brillantes de un ser al que amamos. Para ser libres hemos de estar vivos, esa es la lección.

Azul es tan solo el suntuoso principio, Blanco (Blanc, 1994) y Rojo (Rouge, 1994) prolongarán y completarán un tríptico fílmico que nos habla sin rodeos, como sólo Kieslowski supo hacerlo: directo al centro del alma.

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