Arte

El cine de David Lynch: las huellas del exilio

Por Nives Soria *

Una invitación a recorrer las huellas de David Lynch, ese cineasta que nos enseña sobre el sujeto con una maestría que nos sobrepasa, a través de las carreteras de algunas de sus películas.

Sin duda, David Lynch sabe de esa manera que tanto Freud como Lacan señalaron como propia de los artistas: sabe antes que nosotros, sabe sin saber qué sabe. Sus películas nos llevan directamente a la Otra escena, al inconsciente, a puro arte, sin comentarios ni interpretaciones. Como el director ha señalado en múltiples oportunidades, su obra es pura creación, asociación libre en acto, exenta de toda operación intelectual. Allí reside su valor excepcional y por ello sus películas son una invitación a la contrapartida exacta de la asociación libre, que es la atención flotante.

Al sumergirnos en su cine sin ideas previas, siguiendo los audaces pasos del creador, podemos hacer la experiencia de encontrarnos de lleno en el hueso mismo de la estructura del ser hablante, ese ser que por el hecho del lenguaje siempre es un poco extranjero en su sexualidad. Una y otra vez, con gran maestría, Lynch nos lleva a través de sus carreteras a recorrer las huellas de ese exilio de la relación sexual que debemos enfrentar los humanos cuando nos arriesgamos a acercarnos a ese fuego.

Propongo al lector seguir esas huellas en algunas de sus películas, contando para ello con las claves que nos entrega S. Freud acerca del lenguaje onírico y sus mecanismos en Interpretación de los sueños, ya que ese es el lenguaje que habla Lynch.

 

La iniciación sexual

Terciopelo Azul trata de la asunción de la virilidad por parte de un varón, situándose el conflicto en el punto preciso de la caída del padre, allí donde Jeffrey debe tomar su relevo. Guiado por Sandy, hija de un detective, una oreja cortada lo lleva al encuentro con Dorothy, personaje que conjuga varias versiones fantasmáticas de lo femenino, fundamentalmente el fantasma del masoquismo femenino. Jeffrey vive la experiencia del deseo de y por esta mujer, que lo obliga a medirse con Frank, versión fantasmática del Otro gozador que Jeffrey logra abatir, lo que le posibilita cierto atravesamiento de un fantasma sado-masoquista en el que prevalecía el objeto voz.

Luego de este recorrido se encuentra en condiciones de vivir un amor con Sandy, pasando a ocupar su lugar en la cadena de las generaciones.

Esta película muestra muy bien la íntima relación, ya señalada por Freud en Inhibición, síntoma y angustia entre neurosis obsesiva y masculinidad, entre histeria y feminidad (Freud, S. “Inhibición, síntoma y angustia”, en Obras completas. Buenos Aires, 1985. Ed. Amorrortu. Tomo  XX   pág. 135).

Por un lado, Jeffrey debe atravesar el fantasma del Otro gozador que mortifica la sexualidad viril del obsesivo, impidiéndole el encuentro con una mujer, allí donde hace pareja con la muerte. Si bien el sujeto del relato es Jeffrey y es su historia la que se cuenta, Sandy, por su lado, enreda a Jeffrey en una intriga típicamente histérica, haciéndolo entrar en la serie paterna al despertar su curiosidad hasta empujarlo a una investigación y señalándole a esa otra mujer, Dorothy, que encarna para ella el enigma de la feminidad. Pero ella también va más allá de su fantasma, ya que sostiene su posición amorosa sin ceder su lugar femenino a la otra, aceptando a su vez que Jeffrey, dejando atrás la actividad detectivesca, desplace al padre haciéndola su mujer.

 

El estrago materno

Corazón salvaje  trata del encuentro amoroso entre Sailor y Lula, cuya madre está embarcada en una empresa mortífera, totalmente decidida a acabar con la feminidad de su hija. Sailor enfrenta a esta madre, arrebatando a la joven de sus garras. Sin embargo, su presencia fantasmática, bajo la figura de la bruja mala de El Mago de Oz, acompañará el camino de su hija hasta el definitivo triunfo de los amantes sobre ese goce materno que los amenaza de modo siniestro.

El camino que hace Lula con Sailor es un recorrido por su inconsciente que da la clave de la posición estragante de la madre en el Edipo: en este caso, es la madre quien mata al padre, quedando su hija a sus expensas, y a las de un tío que la viola y embaraza. El camino del amor la lleva a una repetición de esta escena con Bobby, en el punto de desfallecimiento de la función viril en Sailor.

En efecto, Sailor, por su parte, se mueve entre su amor por Lula y ese goce típicamente macho que lo lleva al robo y la cárcel. Lula no retrocede en su deseo, lo espera con el mismo amor, y es entonces que a Sailor se le plantea precisamente el punto que señala Lacan en el Seminario 20: para que un hombre pueda hacer el amor debe pasar por la castración, por algo que le diga no a la función fálica (Lacan, J. El seminario. Libro 20 “Aún”. Buenos Aires. Ed. Paidós. Pág. 80).

En ese momento de huída del amor de Lula y su hijo, Sailor elige correr tras la mujer que ama, dejando caer el goce  de medirse con otros hombres por el poderío fálico.

 

La carretera hacia una mujer

Carretera perdida es una película que debe leerse con la doble clave de los mecanismos de la inversión temporal y la sustitución. Una vez más, Lynch retoma la problemática de la virilidad, encarnada en un personaje de doble faz: Pete/Fred. Pete es un muchacho de barrio, que tiene su noviecita y vive con unos padres que parecen constituir una unidad, ya que se mueven, se visten, funcionan en bloque, en el estilo de esas parejas que terminan por parecerse y reflejarse uno al otro de un modo inquietante. Adivinamos que este padre que se mimetiza con la madre no opera como carretera principal hacia las relaciones con una mujer (Lacan, J. El seminario. Libro 3 “Las psicosis”. Buenos Aires, 1984. Ed. Paidós. Pág. 418), por lo que Pete toma una carretera que parece perdida: la de enamorarse de Alice, la mujer de un hombre fuerte, Eddie, que es un capo maffia, y como tal, impacta, intimida, hace diferencia, en un contrapunto evidente con el padre de Pete.

En este punto se abren dos caminos, uno de ellos sin salida: en este último, él intenta huir con ella de ese padre terrible, feroz, no encontrando otro destino que el desprecio de ella (“nunca me tendrás”), destino que es figurado por sustitución en el de Fred y Renée, cuya identidad enigmática punza en él como una herida siempre abierta: ¿qué quiere una mujer?, llevándolo a un pasaje al acto homicida del que ella se convierte en la víctima.

El otro camino le permite a Pete/ Fred retomar la carretera principal: este último se enfrenta con Eddie, abatiéndolo y dejándolo solo con su goce escópico, poniéndosele en cruz a ese camino que lo conducía irremediablemente a la destrucción de lo femenino. Su futuro está abierto.

 

Los nudos de Lynch

Lynch nos enseña la estructura con una maestría que nos sobrepasa. ¿Cómo hablar de esos nudos que nos obliga a recorrer, nudos entre el amor el deseo y el goce, entre el hombre y la mujer, allí donde los objetos voz y mirada dejan su marca indeleble, y donde la figura de la locura y la muerte es también la del analista, interrogando cada vez, en cada película al espectador, dirigiéndole un brutal ¿quién eres?

* Psicoanalista. Miembro de la EOL y la AMP. Dra. en Psicología (UBA). Profesora adjunta en la Cátedra II de Psicopatalogía de la Facultad de Psicología de la UBA y docente en las maestrías en psicoanálisis de la UBA y UNSAM. Autora de numerosos libros y artículos.

Artículo completo disponible en el blog DISPERSOS DESCABALADOS
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