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La inteligencia artificial y la formación del sujeto

Por Roque Farrán

En torno al ChatGPT se ha reactivado una vieja discusión: ¿pueden las computadoras pensar? El célebre test de Turing pretendía evaluar eso sin suponer qué era pensar, simplemente observando cómo interactuaban un humano y una computadora a través de preguntas y respuestas escritas: si la conversación en lenguaje natural, observada por un tercero, no permitía distinguir el humano parlante de la máquina entonces ésta aprobaba el test.

Lacan en el Seminario XX, dice: “Admito que la computadora piense ¿pero quién puede decir que sabe? Pues la fundación de un saber es que el goce de su ejercicio es el mismo que el de su adquisición.” La computadora puede recabar infinidad de datos y recombinarlos de múltiples maneras, según diversos algoritmos programables, pero no puede gozar en el ejercicio de hacerlo; el diferencial del goce es lo que arroja una cifra singular -no computable- en el uso de los saberes.

Por supuesto, no ocurre con cualquier saber. Lacan refiere en particular a las obras de Freud y Marx, con las cuales no se puede comerciar ni hacer fraude: “El saber de un Marx en política -que no es cualquier cosa- no se comarxia, si me permiten. Así como no se puede, con el de Freud, hacer freaude. […] Basta con una hojeada para ver que siempre que uno los encuentra, a esos saberes, el haberse curtido el pellejo para adquirirlos, queda en nada. No se importan, ni se exportan. No hay información que valga, sino de la medida de un formado por el uso.

Si no entran en la lógica del valor de cambio, como sí lo hacen múltiples saberes, es porque son saberes (trans)formadores. Lo mismo dirá Foucault en La hermenéutica del sujeto, cuando coloque al marxismo y al psicoanálisis del lado de las prácticas cuya función es transformar al sujeto en relación a la verdad. Hoy en día prevalece en cambio la información o desinformación (es lo mismo en la era de las postverdad) por sobre la formación o transformación del sujeto. Es algo en lo que insisto a menudo en mis escritos, de hecho, forjé la expresión que titula El uso de los saberes (2018) para dar cuenta de ello.

Sin embargo, nos movemos y circulamos textos en medios predominantemente digitales, dónde la inteligencia algorítmica es la que domina; su efecto es una suerte de trollificación de las subjetividades que no pueden detenerse a leer y pensar en términos de procesos de subjetivación y formación (Helga ha acuñado también una maravillosa expresión, “mandíbulas autómatas”, [1] para dar cuenta de ese efecto). Por eso todo se interpreta en términos de infatuaciones yoicas, en lugar de historizaciones singulares y constitución procesual e inacabada del sí mismo.

Hace poco recordaba por acá (“Badiou y Lacan, ¿yo mismo?”) [2] la operación Masotta y cómo ella había afectado también mi forma de escritura. Considero que tendríamos que realizar el “test Masotta” antes que el “test de Turing” a toda inteligencia artificial que desee sustituirnos. La clave diferencial de una inteligencia material no es la pura multiplicidad ilimitada, sino la singularidad que se historiza a sí misma.

Es probable que las computadoras puedan leer y escribir de manera correcta y verosímil, comparando ideas de distintos autores, mostrando concordancias y diferencias. O, incluso, inventando historias fantasiosas acudiendo a distintas imágenes y giros narrativos. Más acá de la simpatía personal que podamos tener por ciertos profesores o escritores, indudablemente, a nivel de la performance concreta muchos podrán ser sustituidos por programas computacionales.

Pero se me hace más difícil que las computadoras puedan realizar la “operación Masotta”. Para mí ese es el índice indiscutible de que hay un escritor o pensador que se ha producido en un proceso de subjetivación que implica el cuerpo, el goce y la historia personal. No se trata de ser original, sino de hacer un giro ético reflexivo que nos implique materialmente.

En breve, poder volver sobre lo que se ha escrito, reconocer las determinaciones e infatuaciones propias, en términos familiares y sociales, para luego mostrar que el deseo de escribir (o pensar) bordea un agujero indeterminado que solo puede ser circunscripto por un nudo singular.

Las computadoras todavía no pueden programar nudos ni entrelazamientos indeterminados, afectarse a la distancia (temporal o espacial) vía la letra, o descifrar la subjetividad encriptada del deseo que nos habita. Cuando lo logren, me encantará conversar con ellas o leerlas.