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Lo real de la adolescencia

Por Julio Moscón *

En este artículo, el autor intenta develar porqué Freud prefiere hablar de pubertad en lugar de adolescencia, al tiempo que recorre el romanticismo de los amores de esta etapa de la vida, el desencuentro del goce consigo mismo y con el Otro y la noción de infancia perdida que la caracterizan.

En un libro que recopila buena parte de las entrevistas que le hicieron, me encontré con que Germán García dice haber descubierto por casualidad que "Freud no usa la palabra adolescencia, dice pubertad. Toma como importante la transformación física de la pubertad: el advenimiento del cuerpo sexuado" (César Mazza (compilador), Palabras de ocasión. Entrevistas a Germán García. Los Ríos, Buenos Aires, 2018.)

A continuación, menciona que, en el historial del Hombre de las ratas, hablando de la hermana que se suicidó, usa la expresión Sturm und Drang (tormenta y empuje) en lugar del término adolescencia.

Y después agrega que, de igual modo, en una carta del joven Freud a su amigo Silverstein, le dice: "tu estilo Sturm und Drang no me gusta", en referencia al rasgo adolescente que percibe en el enamoramiento contrariado del amigo.

A partir de estas observaciones, se puede reflexionar sobre el sentido de esta forma de aludir a la adolescencia por parte de Freud, en cuanto a qué cosa de la estructura en cuestión nos puede estar dando a entender.

En principio, al preguntarnos por lo de Sturm und Drang, encontramos que es la denominación de un movimiento literario alemán de fines del siglo XVIII, considerado precursor del Romanticismo, y cuyo nombre proviene de una obra dramática, así llamada, de Maximilian Klinger. Este movimiento pre-romántico influyó en Goethe y Schiller – como sabemos – dos escritores muy admirados por Freud.

Y hete aquí que, como señala Germán García, muchos héroes románticos han sido precisamente adolescentes; para empezar, el protagonista de la novela de Goethe: "Las cuitas del joven Werther", el prototipo romántico por excelencia y aquejado de un amor fatal.

De ahí viene entonces la referencia de Freud, a quien el Romanticismo alemán le llegó tan de cerca, y ante el cual se posicionó en cuanto a la irrupción sentimental y pulsional que había significado, por un lado, absorbiéndolo y reconociéndole lo verdadero que supo expresar. Por otro, encauzando el patetismo que entraña, formalizando su pathos al teorizar la determinación de una razón lógica inconsciente en el fundamento del deseo humano.

Por lo tanto, es entendible que Freud asimilara la tormenta y el empuje románticos a la adolescencia, en términos de Sturm und Drang, por haber considerado que la clave de esa etapa de la vida está en la metamorfosis de la pubertad y su reactivación de la sexualidad, como lo planteara desde Tres ensayos para una teoría sexual.

En lo que respecta a la cuestión del amor adolescente – al que alude Freud en la carta al amigo – puesto en relación con el amor trágico de Werther, símbolo del héroe romántico, tenemos que "ciertamente" la emergencia del amor en la adolescencia, por estructura, está signado por el impedimento, marcado de alguna manera por la impotencia de los recursos simbólicos, que se quedan cortos ante las nuevas exigencias reales y en medio de los lazos sociales trastocados. Es de esperar entonces que haya desbordes: tanto el empuje como la tormenta sentimental.

Diríamos que lo imaginario narcisista está cebado en proporción directa a las imposibilidades que lo acosan, es decir, en lo real del cuerpo que desconcierta.

La pérdida del lazo parental infantil, y más aún, la pérdida de la infancia en sí, literal, sellada por la transformación corporal que le pone la firma, enmarca y agudiza la falta significante, que se abre y agiganta – digamos – exigida y faltando a su función, redoblada como falta de la falta, es decir, como angustia, la de fallar en el intento de simbolizar lo que ocurre y escapa al sentido.

La metamorfosis del cuerpo anuda un imaginario en crisis, desarreglado, inestable, necesariamente exacerbado, tanto en sus momentos de fascinación e inflación compensatoria, como en los de fragmentación y despersonalización, todo lo cual acontece en función de la urgencia del apremio pulsional inevitable, causado por el agujero irreductible que lo motoriza.

En relación con ello, recuerdo un libro muy querido de mi adolescencia: Ambición y angustia de los adolescentes, de Aníbal Ponce, cuyo título habla a las claras de lo que se trata.

En su primer capítulo, "Descubrimiento de lo inexpresable", decía: "A la serenidad y a la confianza han sucedido la inquietud y el desconcierto. Ya no le sirven para nada las respuestas de la infancia al problema del mundo…" […] "Signos misteriosos aparecen en las cosas; los rostros más familiares presentan una expresión inesperada, y en medio de la turbación de tal viraje, cuando hasta el mismo suelo parece huir bajo los pies, fuerza le es todavía responder a nuevas solicitaciones y exigencias" (Aníbal Ponce. Ambición y angustia de los adolescentes. El Ateneo, Buenos Aires, 1943, p.13.)

Entonces, en medio de la conmoción, si el amor adolescente es romántico, lo es porque así se ha vuelto todo su mundo, porque su sentimiento anuda la ambición y la angustia, la omnipotencia y la debilidad imaginaria, el amor propio y la extrañeza con lo real que le acontece.

El Sturm und Drang, que se desata en el amor, es la expresión sublimada del asalto y de la acometida pulsional que se han desencadenado.

Además, incluye la exigencia de la sexuación, la de definirse de modo imperativo en cuanto al género, las formas y la orientación sexual. En este sentido, la sexualidad adolescente es realmente un plus de gozar tan discordante con su narcisismo que no hay impostura imaginaria que pueda disimularlo.

Lo real de fondo es el desencuentro del goce consigo mismo y con el Otro, lo real del sexo, lo que Lacan postula como la relación sexual que no cesa de no escribirse y que la pubertad hace emerger. En este sentido, la pubertad es lo real de la adolescencia.

Es ese el descubrimiento que, a ciegas y a duras penas, el adolescente hace sin que valga ninguna preparación. Vive el desencuentro como puede, con altibajos de impotencia y desprecio, con debilidad y rechazo ante lo que no puede manejar.

Y está más proclive a actuarlo y a sufrirlo que a sintomatizarlo, porque en un primer tiempo, lógicamente le faltan medios simbólicos para armar la transacción de un síntoma.

Al fin, lo real es la existencia del crecimiento en sí – que es lo que significa adolescencia, por etimología – su radical extrañeza, el sin sentido de esa metamorfosis que anuncia la finitud y liquida esa eternidad que es la infancia.

Real que es lo que es, que "ex –siste" más allá de uno, y que exige un esfuerzo subjetivo de significación. Por eso escribir el diario íntimo y las incursiones poéticas y literarias son tan de ese tiempo, porque es entonces que la infancia empieza a escribirse en tanto perdida.

Es así que de entrada se siente la ausencia, el vacío de sentido, y a posteriori, las vueltas de tuerca de la significación, con toda la vida por delante, todo su peso, para reanudarse y tener que bordear el agujero de manera de lidiar mejor, más a la altura de la nueva situación.

Es lo que otro adolescente, Holden Caulfield, transita a su modo en El cazador oculto, la novela de Salinger (J. D. Salinger. El cazador oculto. Sudamericana, Buenos Aires, 1998).

Despedido de la infancia, con los ideales en crisis y desencontrado con su cuerpo, se vuelve un viajero forzado. Es el sujeto errante, el sublime vagabundo de la ciudad.

Sujeto vacío, en puro trance, sujeto de todas las posibilidades, lo tiene todo y no tiene nada. Se sueña libre e insolente, cuestionador de todo, irreverente imaginario y sin poder decidirse. Pequeño Sócrates en Nueva York.

Al final del recorrido, después de haberse preguntado por el sentido de su vida, por la muerte y el sexo, le relata a su hermana, todavía una niña, una fantasía íntima y reveladora.

Le cuenta que imagina a un montón de chicos jugando en un inmenso campo de centeno, sin nadie que los cuide, excepto él, que está parado cerca de un precipicio y su única tarea consiste en atrapar a todos los que se acercan demasiado al borde. Él sería solamente el guardián en el centeno. Acto seguido, él mismo dice que su fantasía le suena como un absurdo, una locura.

Sea como sea, resulta que Holden sueña ser el guardián de la infancia, su cazador oculto, por el loco deseo de preservar lo que se perdió.

Pero entonces, su sueño es la lejanía de la niñez, es ya su nostalgia [1].

* Psicoanalista. Médico especialista en Psiquiatría. Ex jefe de Guardia en el Hospital de Emergencias Psiquiátricas T. de Alvear. Autor de Escritos breves. Versiones de la letra en psicoanálisis. (Letra Viva, 2018). Autor de Unas líneas en la oscuridad (texto online publicado por CIAF, 2020). Compilador y coautor de Homenaje a Lacan (Ricardo Vergara, 2020). Coautor de Borges: nuevas lecturas desde el psicoanálisis (Ricardo Vergara, 2021)

NOTAS

  1. Ver al respecto, mi artículo: "Notas sobre El cazador oculto de Salinger", en Psicoanálisis y el Hospital número 37, junio 2010: La adolescencia hoy.

Artículo completo disponible en el blog DISPERSOS DESCABALADOS
https://dispersosdescabalados.com.ar/lo-real-de-la-adolescencia/