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“Salimos a divertirnos”  ¿Fin del juego?

Por Maria Paula Giordanengo y

Ariana Lebovic

Si algo caracteriza a lo humano es la asimetría y la dependencia. Nacemos en condiciones de vulnerabilidad y desvalimiento, inermes, indefensos. El Otro en su capacidad de responder abriga, asiste, aloja, cuida: con palabras, con metáforas, con acciones en cuerpo presente, transforma el displacer inicial en placer, pone marco y borde a lo pulsional. Dona significantes que constituyen espacios y sentidos. Humaniza.

Es en la diferencia, en ese resto-plus que produce el encuentro con el Otro, que se funda lo singular, lo propio. Rasgo unario que hará letra, marca personal, litoral que instituye con sutileza bordes semejanzas y diferencias, fundando lo íntimo y lo éxtimo, efecto de identificación no mimesis.

A través de ritmos de presencia-ausencia se transicionaliza un vacío;  la singularidad se constituye habitada por fantasías y fantasmas que inauguran el terreno de lo ficcional, territorio de sueños y de juegos. Primeros tiempos constitutivos, fundamentales.

La capacidad de ver al otro como semejante se funda en diferencias. Tanto la condición de amor y de ternura, como la posibilidad de metaforizar lo más pulsional de nosotros mismos permite un freno al goce desmedido. El límite se funda en esa distancia entre uno y otro, base de un principio ético. Estar con el otro exige una renuncia pulsional.

Hablamos porque no podemos decirlo todo, porque apropiarse de la palabra implica estar advertidos de un no-todo. No todo puede decirse, no todo puede gozarse.

Hace poco tiempo la sociedad se conmovió por un crimen inexplicable. Jóvenes que asesinan a otro conformando una especie de cofradía cerrada sobre sí misma. Lamentablemente, no es un único caso ni será el último.

La perplejidad que nos encuentra frente al acto brutal toca, sin lugar a dudas, aquel acto inconsciente, parricida, donde los hermanos matan y devoran al padre, festejando su muerte y erigiendo un Tótem como marca. Sin embargo este caso no es un acto parricida sino filicida cometido por los hijos del patriarcado.  

El mito del asesinato del padre funda la prohibición que instituye la cultura. Si el lenguaje funda civilización, en este caso en particular el pasaje al acto da cuenta de la ruptura de la metáfora, el goce desmedido y fallas brutales en la constitución del sujeto ético.

El lazo social siempre implica un compromiso, que el goce esté escandido, acotado, limitado, no se puede gozar de todo, y este debe ser un imperativo ético en una   época en la cual el empuje al goce ilimitado compulsa al consumo desenfrenado. La ley implica siempre una renuncia.

Parafraseando a Freud, la civilización surge a partir del lenguaje. El primer humano que insultó a su enemigo en lugar de arrojarle una piedra funda un modo distinto de organización social y de relación al semejante.  

El otro, semejante pero no idéntico, puede venir a encarnar Lo Otro, aquello desconocido, diferente, a lo que hay que reducir para sentar una superioridad que habilite a ser hombres.

Después del acto fueron homicidas; nunca habían matado pero sí golpeado hasta las últimas consecuencias. La muerte aquí es ese exceso, ese goce imparable que paradójicamente convoca una ley y los convierte – vía el pasaje al acto – en homicidas. Del funcionamiento en masa, “el grupo de chicos violentos”, se produjo este pasaje donde cada ciudadano puede incluso identificarlos; sabemos sus nombres, ya no son un grupo.

Cuando el otro deja de ser ese semejante y emerge como un Otro (con mayúscula) que goza del sujeto, la violencia irrumpe para objetalizarlo. En el caso al que nos referimos, el joven asesinado vuelca involuntariamente un vaso en la camisa de uno de los agresores.

Uno puede suponer allí la pregunta; “¿Quién sos vos para hacer eso?”.

Otro absoluto que deviene enigmático, portador de todo lo que es rechazado por el Yo. Otro al que se le supone un goce, quien goza de alguna manera del sujeto, “el negrito”, el diferente al que hay que bajar, que reducir. La objetalización aparece allí como esa reducción al estatuto de un objeto desecho, lo excluido, donde no hay semejante sino que es lo éxtimo, rechazado, extraño.

La pregunta que nos hacemos es ¿Cuál es el Otro en la adolescencia?

Todo el tiempo desde pequeños hay instituciones que marcan, en las que se inscriben los actos humanos. Dejamos las manitos pintadas en los afiches del jardín, nos hacemos amigos, practicamos deportes con otros, consentimos a reglas que instituyen legalidades.
En este caso había funciones delimitadas: los agresores directos, quienes registraban la escena, y quienes detenían a quienes querían intervenir. Un funcionamiento regulado por una ley propia, un código interno donde no había lugar para nadie más.
La construcción del Otro en la adolescencia supone el atravesamiento del duelo por esos primeros Otros parentales, por la idealización infantil de los padres, la aceptación de otro cuerpo, donde lo Real del embate pulsional se impone a la estructuración psíquica.

Desasimientos libidinales que no transcurren sin angustia, angustia de castración, señal de ese encuentro con lo Real, del cuerpo, del goce y del Otro.

En el caso al que nos referimos podemos ubicar allí el fracaso de la relación al semejante, esto que aparece como el cimiento de la construcción del lazo social; semejante que reconozco pero que nos resulta enigmático.

Y soportar el enigma al que nos conmina la relación al otro es lo que permite transitar esa angustia. Se podrá hacer otra cosa con ella cuando irrumpe.

La identificación a un rasgo da lugar a la conformación de grupos. Puede ser un deporte, el placer por la música, formar una banda de rock, juntarse a pasar el tiempo en un minimarket. Algo allí se gesta como necesario para el atravesamiento del tiempo de la adolescencia.
El tiempo, que antes trascurría con celeridad, donde ya no alcanzaba para todo lo que se quería hacer, donde el desborde de energía invadía el juego y las actividades de la infancia, ahora adquiere otra dimensión. Es necesario hacer algo con ese tiempo, que ahora es inmenso, que está signado por una mayor libertad con la posibilidad de ir y venir sin la mirada presente de los padres.

El tiempo lúdico puede derivar en nuevas instancias de juego y puede implicar, por ejemplo, un pasaje por el arte. Recuerdo una adolescente que cada vez que se sentía rechazada por sus amigas dibujaba. Sus dibujos contenían formas inciertas, siempre convocaban una mirada de perplejidad pero, a su vez, de cierta fascinación. Creo que provocaba en quienes miraban sus obras lo mismo que ella sentía frente a la angustia del deseo del otro.

Cuando no hay identificación a un rasgo, sino que ésta es masiva, nos encontramos con esta suerte de “cofradías” que eliminan toda diferencia, que funcionan en bloque a veces denigrando o despreciando a otros.

El acto del jugar de la infancia puede transformarse, y son los Otros, entre ellos, las instituciones que van alojando a los jóvenes en ese pasaje de niños a adultos, quienes son también responsables de esa transformación, es decir, propiciar que el juego heredado de la infancia no se rechace, no se forcluya, sino que se habilite a ser transformado en otra cosa, en prácticas que sean subjetivantes.

El acto lúdico siempre supone una regulación pulsional, vía la metáfora. Cuando el juego se haya rechazado y fracasa la acción de la metáfora que inscribe la ley, aparece en el horizonte esta “diversión sin juego” o esta reducción del jugar al pasaje al acto donde el juguete es el otro.