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American dream

Por Gustavo Dessal

Leo en el NYT la crónica de Amanda Hess y Ross Mantle (https://www.nytimes.com/2019/12/27/arts/american-dream-mall-opening.html?smid=nytcore-ios-share) sobre la era post-centro comercial (o post-shopping, como dirían en Argentina). El centro comercial está en declive y va dando paso a otra modalidad. La gente compra cada vez más por internet, con lo cual las tiendas ya no interesan mucho. Una nueva forma de consumo se va imponiendo, y hay muchas expectativas monetarias puestas en ello: la búsqueda de “experiencias”. “American Dream”, en New Jersey, ofrece la propuesta pionera de lo que se convertirá en la tendencia favorita de ocio como mercancía de consumo en las próximas décadas. El crecimiento exponencial de los objetos y su acumulación ya no sacia. Los millennials necesitan por todos los medios vivir “experiencias”, y dejar constancia de cada una de ellas a fin de que los otros las reconozcan y las validen. Para muchos, es casi una urgencia: que algo especial suceda para no sentirse definitivamente muerto; si no sucede, hay que provocarlo aunque termine costando la vida. Por eso algunos filman su propio suicidio para retransmitirlo por las RRSS. American Dream (el nombre no podía elegirse mejor) va a convertirse en el parque temático más grande del mundo.

A diferencia de los que ya existen, este tiene una característica fundamental: es absolutamente interior. Todas las instalaciones están a cubierto en un descomunal edificio. La montaña rusa más alta y con la caída más pronunciada que jamás se haya visto, pistas de nieve artificial, espacios en los que sumergirse en experiencias con golosinas y helados, revolcarse en piscinas de bolas de plástico, fondos animados para sacarse una selfie o fantásticas praderas y jardines proyectados en pantallas de plasma que brindan un inolvidable entorno para fotografiar a tu perro o tu mascota favorita. American Dream no está pensado para los niños, sino que brinda una variedad de “experiencias” donde los adolescentes y los adultos pueden prolongar la infancia, una que poco se distingue de la idiocia. Por ejemplo, encontrar el color favorito siguiendo un flujo que combina música y baile. O fotografiarse junto a chupa chups gigantescos en Candytopia, el paraíso del azúcar. Todo, absolutamente todo, está regido por un lema que se repite en carteles colgados a cada paso: “Sé feliz y sonríe siempre. Los ceños fruncidos ponen triste a la gente” (sic). Y todo, absolutamente todo, es falso. Su único destino es Instagram. Las “experiencias” son simulacros, aplastamiento de toda vivencia significativa para obtener un vaciamiento de sentido y una ráfaga de satisfacción narcisista. “Tú sabes que quieres esto”, reza un cartel junto a una Estatua de la Libertad de 18 metros de altura hecha con golosinas de color verde. ¿Realmente lo sé? En definitiva, es lo que menos importa.

Si lo dicen, debe de ser así. Lo fundamental es formar parte del show, sentirse a gusto en ese mundo cerrado de caramelo donde recrear una infancia congelada en el tiempo. Un mundo donde ponerse a resguardo de aquel otro, ese que está en llamas y en el que reina la precariedad y la incertidumbre. El gran negocio es ahora la oferta ilimitada de pseudoexperiencias que actúen como antídoto contra la náusea y el terror que sentimos cuando no tenemos más remedio que vivir de verdad. Orwell predijo la hipervigilancia absoluta y Huxley el entretenimiento como narcosis. Cada uno de ellos supo ver lo que ya se ha cumplido. “Sonría y sea feliz. No olvide que lo estamos observando. ¿O prefiere que le recordemos en qué consiste su vida real?”